Camino a
Dentro, en el mazda azul, descubrieron a un individuo con las manos aferradas como tenazas al timón, la espalda tensa contra el asiento, con la expresión de quien después de un choque emocional busca seguridad en el medio que lo rodea. Con una sonrisa seca, el individuo miraba la luna en lo alto, a la vez que contemplaba petrificado en el retrovisor sus cabellos crispados, empapados de un sudor anómalo que destilaba por su frente, por la camisa, y en el pantalón ya formaba una raya estrecha que se iniciaba en la cintura y se iba abriendo paso en la medida en que el líquido bajaba hasta llegar a los zapatos que permanecían aferrados al freno, dejándolo escapar gota a gota.
Encima del asiento de la derecha, una Biblia abierta, evidenciaba que Gabriel venía de una iglesia a eso de las 11.00 de la noche, cuando le sucedió el trance que lo mantenía en aquella lastimosa posición.
—¿Qué pasó? —se preguntaron los moradores, rodeando el carro.
Gabriel había terminado de trabajar a las seis de la tarde, como habitualmente sucedía. Llegó a su casa, se bañó y, antes de salir, recogió
Gabriel, hombre de doble moral en el amor, hacía sus travesuras ocultándose en el redil de las ovejas del señor, donde él sacaba pingues beneficios, tanto en lo económico, como en lo sentimental. Al mismo tiempo, le servía como coraza de protección, contra las constantes insinuaciones de Guadalupe.
Después de despedirse de una de las Marías, entró al carro de donde sacó la raqueta del bolsillo de la camisa para darle forma a su pelo crespo. Vestido con pantalón blanco y corbata azul, se dispuso a manejar siguiendo por la carretera que lo devolvería hacia su casa. Encendió las luces. En la radio sonaba un bolero de Fausto Rey. Giró la llave y puso en marcha el vehículo, levantando una ligera nube de polvo.
Por el camino, la brisa gélida lo obligó a subir los cristales. El otoño estaba muriendo, dándole paso al invierno que se encontraba esperando el relevo. Algunos vehículos le rebasaban en dirección a Villa Mella, y otros a
Llegando al cruce de las palmas, vio a un individuo arrastrando los pies, de aspecto cansado; el hombre, de mediana estatura, llevaba un sombrero negro y una camisa a cuadros raída. Como caminaba por la parte derecha de la carretera, por una trocha abierta entre altas hierbas, Gabriel no podía verles los pantalones.
Aunque advirtió el descuido del campesino, porque sin duda lo era, se estacionó encima del pasto, delante de él. Buscó debajo de los asientos y encontró un periódico del día anterior, el cual utilizó para proteger el asiento, donde posiblemente se iba a sentar el desconocido. Tomó
Gabriel intentó descifrar aquella cara, pero el sombrero y la oscuridad se lo impidieron. La carretera estaba en penumbra, apenas refulgía bajo la luz de la luna.
Gabriel bajó un poco el vidrio de la ventanilla. Una corriente de aire penetró, recorrió todo lo ancho del carro, pasó de prisa, rasante, reviviendo el olor pútrido del pasajero. El anciano no se inmutó; sólo el sombrero se movió hacia arriba y abajo, con un movimiento involuntario. Gabriel arrugó la cara al percibir el hedor. Se encontraban a unos cien metros del caserío de Las Dolores, cuando una voz cavernaria, fúnebre, lo asaltó de pronto, crispándole los vellos: ¡Aquí me quedo...!
Conturbado, sintió un vértigo en su cabeza, como esperando un golpe, una estocada, al recordar de pronto las palabras de Ismael, advirtiéndole sobre los ladrones del lugar. Volvió el rostro y sufrió un estremecimiento, al ver cómo el anciano atravesaba la puerta del carro, aún en marcha, se levantaba el sombrero negro que había permanecido inclinado todo el trayecto, para dibujar en sus labios una sonrisa ambigua. Las piernas de Gabriel se estiraron como dos estacas y el carro se detuvo de golpe.
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