sábado, 23 de junio de 2007

La mujer perfecta




Dejó una cartera con un manojo de billetes verdes sobre la repisa, al lado de la mesa, junto a su amigo William, el connivente, abría las piernas para montarla encima de las dos sillas al lado de la suya. En seguida, le dijo a Margot “tráeme el güisqui de la tapa negra y bríndales a todos los comensales una cerveza en mi nombre”.

William miró a Brando
—¿Qué te pasa? —preguntó Brando.
—Entre tantas personas que hay en este momento, vas a tener que pagar un dineral —le contestó William.
—No importa —objetó Brando—, los negocios van bien; diviértete como yo. Además, parece que no te has percatado del Rubión que entró por esa puerta, podría decir que es casi perfecta para ser verdad.
—¡Oh, oh, ya comprendo! —aludió William.
—Es la única manera de impresionar a las mujeres —dijo Brando—. Vete a la barra a conversar con las demás chicas, tómate lo que desees. Si te inspira alguna de ellas, ya sabes el camino. Dile a Margot, que todo corre por mi cuenta; la noche es joven como diría una canción, ella promete dejarse seducir —sentenció Brando.

Pasaron algunas horas, antes de que Brando tomara la decisión de convencer a la Rubia, a la que él había bautizado con el nombre del Rubión. Las muchachas del bar de Margot, les servían a los clientes sentados en el bar, con vestuarios pintorescos, aun cuando muchos de ellos estaban ya en estado de embriagues.

Mientras el Rubión permanecía en aquiescencia, con las cervezas que le enviaba Brando a través de Margot, quien hacía las veces de maipiola. Ella, por su parte, aceptaba con cierto agrado que el galán se le acercara. Su mirada evidenciaba cierta complicidad con la bellaquería ofrecida por Brando, reclamaba su presencia, parecía eternizarse sentada de espalda a la vidriera que daba a la calle, en la mesa del centro, a la entrada del bar.

Brando se tomaba su tiempo para aproximarse al rubión, dejando que la bebida fermentada hiciera el trabajo y, sobre todo, para no ser descubierto por algún personaje oscuro que le llevara la información a su esposa.

Los comensales al pasar, estiraban la mirada por la comisura de los ojos, para ver aquella hermosa mujer, pues varios de ellos, sólo pasaban por aquel lugar a tomarse una bebida para despejar la rutina, mientras otros lo hacían eventualmente.

William entre tragos se había enredado con la JL., una mulata bronceada. Entre el mostrador y el baño, una hendidura estrecha se habría, por donde descendía una escalera, los rayos de la luna caían, descansando en un jardín henchido que fragmentaba el bar. Escalando por la escalera; tres habitaciones afloraban: una al fondo y las demás al extremo.

Eran las doce de la noche, cuando Brando se levantó de la silla, después de haber consumido la mitad de la botella de Güisqui, sintiéndose un Hércules a la víspera.






Entendió que había transcurrido suficiente tiempo para realizar su hazaña, ya que la noche lo ocultaba con su manto. Cuando intentó levantarse, sintió una tontera, un mareo, trastabilló y como pudo, colocó las manos sobre la mesa para reponerse, abriendo las sillas a su paso, para descargar una mirada, un suspiro en el Rubión que lo esperaba incesante, misteriosamente por más de tres horas; como cuando se le hecha maíz a una parvada de gallinas.

De camino hacía la mesa, echó un vistazo a Margot, para que ésta, creara las condiciones necesarias para el aterrizaje. Ésta asintió con un movimiento imperceptible, mientras el Rubión sacó un cigarrillo de la cartera en aptitud nerviosa, por la inmediación de Brando, lo encendió, exhaló una porción de humo para luego expulsarlo en dirección a Brando, lo que en nada le gustó a Margot, quien se mantuvo a la expectativa, ya que el negocio percibía menos dinero cuando los clientes no consumían su producto.

Al llegar a la mesa, Brando, escogió la silla contigua a ella, se le arrimó a su anatomía, próximo a la oreja izquierda, para decirle algo confidencial. El bar cuyo ambiente estaba contaminado del humo de los cigarrillos, de las conversaciones que despedían alcohol y música interpretada por Monchy y Alexandra no le permitió a Margot escuchar la conversación. Brando se levantó de la mesa y le invitó a estar en un lugar más privado, a lo que ella accedió cortésmente.

Brando extendió la mano derecha al cielo, como en señal de victoria, coexistiendo el mensaje para su cómplice. El Rubión, soltó una sonrisa quisquillosa, irónica, mientras Margot tenía en sus manos la llave número trece para entregársela a Brando; camino a la escalera, éste se detuvo, dejando al Rubión en el primer peldaño, dio algunos pasos hacia atrás, dándole la señal Margot, ésta le insinuó a Brando tener cuidado con esa mujer.

Ambos subieron, Brando consintió que su consorte subiera delante, él, no perdió de vista sus piernas, ilusionado por su perfección, atravesaron el ángulo de la luna, el Rubión lo esperó, mientras Brando se la arrebató al piso, levantándola por las piernas y la espalda, lo cual lo hizo flaquear.

La llevó a la cama del festín, prendió la luz. Ella le suplicó entre besos y abrazos que la apagara, Brando embriagado de amor y alcohol accedió a la petición de su amada. Mientras la besaba sin acatamiento, despojándola de sus prendas; el vestido amarillo pegado a su cuerpo, los sostenedores que llevaban todavía el sello de la tienda donde lo había comprado. Pero al explorar la parte media, el Rubión lo contuvo con sus manos ardorosa, sudorosa, lo aisló de las pantaletas, interrumpiendo el curso acelerado de las palpitaciones del corazón, y de una montaña de siete pulgada que se levantaba de los pantaloncillos blancos. El Rubión se alejó de la cama para deshacerse de sus prendas íntimas y dejar libre el vergel codiciado; en la oscuridad y como caballo desbocado, Brando la penetró, abriéndose paso con fuerza, pero sin avanzar hacia el fondo, retrocediendo una y otra vez sin sentir la humedad de aquel vacío fatídico.

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